viernes, 22 de noviembre de 2019

Mi tarde

El horizonte nunca es el mismo aunque lo mires desde el mismo lugar. Aire, agua, fuego y tierra pueden cambiar el paisaje en un nanosegundo. Nunca, nunca lo veremos igual. Bendita naturaleza que nos regala infinitas imágenes que se quedan en la retina y nos hacen vibrar.


Paisaje rural de Yaiza, isla de Lanzarote.

¿Aquella tarde empecé a tomarme en serio mi vida? Fue una tarde cualquiera, pero, sin duda, aquella fue mi tarde. El pueblo estaba vacío a esas horas. Ni siquiera los niños jugaban en la plaza alborotando con su júbilo estival. Aunque parte de la gente joven, parejas surgidas en las vacaciones, sí que buscaba precisamente esas horas de sopor y recogimiento para besarse a la sombra de los árboles. A veces desde este lugar que escojo para ver aparecer la tarde, hacer alguna siesta, leer, escribir correos electrónicos, responder mensajes de messenger o wasap, y escuchar música, oigo rezar el rosario a algunas de las mujeres más viejas. Veranear en la antigua escuela del pueblo es toda una aventura. De repente se unían a rezar o incluso velar a alguien a modo de tanatorio. También desde la escuelita se montaban timbas de envite hasta altas horas de la madrugada bebiendo mistela casera, comiendo lapas, bulgaos y maníses con cáscara haciendo su característico ruido entre las manos. De repente entre las risas y gritos de "envío", y "chico fuera" se oían aplausos de entusiasmo ante una buena jugada. Y de vez en cuando, y también de repente, aparecía algún cura a pedir las llaves de la iglesia, porque la prima lejana, Isabelita, la que heredara la casa, tenía llaves de casi todo. Ella era una gran anfitriona. Cada año me recibía con los brazos abiertos, nunca me preparaba la misma alcoba, eso sí, nunca el salón que fue el aula por el que pasaron los entonces niños y niñas, donde aprendieron a leer y sumar, la tabla de multiplicar, geografía e historia, ciencias naturales y literatura. Aquella época franquista en la que solo unos pocos hombres llegaron a la Universidad. En la que algunas mujeres aprendieron a leer, tener opinión propia mientras bordaban. 

Isabelita veneraba el recuerdo de nuestra tía abuela, la maestra. Ella niña aprendió todo y más, mejor que nadie, pero sin título que enseñar. Ella la cuidaba, le hacía la comida y le mantenía la gran casa limpia y fresca. Por eso la heredó. Nadie protestó cuando la tía abuela murió y se la dejó. Ninguno de nosotros vivía en Yaiza, en Lanzarote. Todos habíamos nacido fuera, o levantado vuelo hacia otra isla. 

Cada verano los escenarios eran diferentes. Desde que me divorcié y opté por venir a pasar aquí al menos veinte días, de ellos, unos pocos con mis hijos antes de retomar todo el mes que me correspondía, me llenaba de energía y rememoraba mi infancia en el pueblito sureño. Traté de que mis hijos lo disfrutaran igual, pero no es lo mismo. Fran tiene ya dieciséis años y la pequeña Martina apenas llega a los diez. Ya no hay camellos en la trastienda de los vecinos que tenían el pequeño comercio del pueblo. Recuerdo ir a comprar y colarme con la hija de los dueños a verlos. Siempre estaban tumbados y las moscas los rodeaban sin descanso. A veces veía a Marcial, el cabeza de familia, como se decía entonces, salir por las mañanas camino de La Geria. Allí recogía higos y uvas. Volvía por la tarde con encargos para los vecinos. Las mejores sandias que jamás probé las comí en la isla. Pero a mis hijos ya no les interesa nada más que haya la wifi y que los lleve a Playa Blanca a pasar el día. A Fran ni lo veo, desde que llega se pierde con los amigos que ha ido haciendo en estos años de veraneo. Casi todos son de Las Palmas de Gran Canaria y coinciden también allá durante el resto del año. A veces me los llevo a pescar y pasamos algunas horas juntos. Martina casi siempre nos supera en el número de presas. 

Recordando todo esto y con el calor de esta tarde no comprendí que era mi tarde. Había señales que me indicaban todo: los mareos, el hormigueo en la punta de los pies, la falta de apetito y una fuerte punzada en la boca del estómago. Pensé que las voces eran tan reales como cada tarde. No me fijé en el saludo de doña Herminia, ni caí en los gritos de Leandro llamando a su perro. No paré a reflexionar por qué aquella tarde hacia más fresco que de costumbre. Oí las carreras del médico. Sentí como caía mi teléfono de las manos… ahora que veía a la tía abuela Esperanza, con su traje negro y los rezos y llantos eran más intensos, comprendí que aquella era mi tarde. Ahora desde el vértigo sin vuelta atrás de la libertad, ahora que no tendré una ventana desde la que observar el mundo que me rodea… ahora mis ojos han dejado de mirar. La tarde resplandece en una calle desierta. Siento frío y me acerco al mar buscando estrellas en la marea. Cada cual ha seguido su camino y paramos el reloj queriendo retener los recuerdos. Pero doña Herminia falleció hace más de 20 años, Leandro, un lustro quizá, y puede que ya ni exista su perro. Cómo no me di cuenta antes de que todo esto son solo recuerdos que como sombras morirán al morir el día. Bendita naturaleza que nos regala infinitas imágenes que se quedan en la retina y nos hacen vibrar. Ya puede subir la marea y tragarse tu nombre escrito en la arena. La escuelita es un museo desde hace poco más de tres años. Recordé un trocito del libro Pedro Páramo de Juan Rulfo ahora todo lo que me rodeaba es mágico, voces de personas muertas, yo mismo soy una de esas personas y aquello no era Comala, era Yaiza el pueblo de mi abuelo materno: “Era la hora en que los niños juegan en las calles de todos los pueblos, llenando con sus gritos la tarde. Cuando aún las paredes negras reflejan la luz amarilla del sol”.

Relato publicado en la revista Suburbalia en verano de 2019,

1 comentario:

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