A veces me acuerdo que empezó siendo un juego… una hucha de lata que alguien me regaló, no recuerdo como apareció en el apartamento allá por los años 90, supongo que harta de verla en la estantería cerca del televisor y hablando con alguna amiga o amigo con las que me pasaba algunas madrugadas, fumando ante un café o una botella de whisky, se nos ocurrió bautizarla como la hucha de los deseos. Toda persona que entrara en casa, y que eran muchas, todo hay que decirlo, iba dejando su deseo en la hucha.
Un papelito bien doblado, no importaba, el color el tamaño o procedencia. Podía ser un trozo de servilleta garabateada en un bar, de aquellos bares que frecuentábamos y donde compartíamos los minis de cerveza hasta agotar nuestros pocos recursos de estudiantes o desempleados con el título universitario bajo el brazo. Podía ser un trozo del periódico del día, un post-it de color, daba igual el soporte, lo que nos importaba era los trazos que íbamos dejando dentro. Había quien como letanía repetía el mismo deseo día tras día… siempre era el mismo, lo se´, pero cambiaban las letras para engañarse y creer que por escribirlo de manera diferente, y quizá sin copas encima, se cumpliría. La hucha dio paso a una hermana gemela y prometimos que algún día décadas más tarde nos reuniríamos a abrirlas, a leer los deseos formulados de forma anónima, jugar a intentar adivinar qué era de quién y analizar se habían cumplido, quemarlos una noche de San Juan... Nunca lo hicimos, pero las huchas están apiladas en el sótano de mi otra casa, esa en la que ya no vivo hace años y que solo guarda trastos, libros de la carrera, del master, restos de la ropa de bebé no prestada y jamás recuperada, revistas viejas, restos de algún jurásico ordenador, sillas, lámparas, viejas alfombras… Viajaron desde Madrid a Gran Canaria, nunca me deshice de ellas y llevo días acordándome y siempre el respeto ha sido más grande que la curiosidad de leer lo que hay dentro…
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