Llegó a mis manos el día 27 de agosto, casi acabando la fecha de vacaciones de verano. Empecé a leerla unos días más tarde… pero tuve que dejarla, no me sentía preparada para leerla en las circunstancias personales que estaba viviendo. Mi madre se sometía a una operación de prótesis de cadera y casi a la vez en la isla vecina de Tenerife, mi padre se sometía a una tercera operación relacionada con su aneurisma aórtico, así que leer sobre muertes y tanatorios no era lo que más me apetecía.
La dejé abandonada en el ebook… pero no suelo abandonar libros a medias y mucho menos de aquellos que espero algo, aquellos cuyas expectativas ya me interesaban incluso antes de que saliera a la luz… Culpa sin duda de Guadalupe Martín, de ATTK EDITORES, quien me había hablado de ella meses atrás.
Y retomé la novela, como quien no quiere la cosa, intentando aislarme de mis problemas personales y centrarme en la trama… en la dramática trama de una persona que de repente se ve envuelta en velatorios dispares, inconexos pero que a la vez le traen parte de su vida y de propia muerte. Ligera, ágil con un vocabulario que no nos es ajeno a quienes leemos a Pepe Correa, a pesar de no tener nada que ver con su género literario habitual… leerle es como oír a la vecina de tu madre de toda la vida, con sus expresiones coloquiales, familiares pero ya casi caídas en desuso del lenguaje que habita las ciudades, el lenguaje de herencia digital donde verbos de otro tipo se cuelan en las conversaciones.
El tanatorio, es tan real… es el sitio donde terminamos yendo todos aunque no queramos, el sitio donde los colgadillos de la madrugada acuden a tomar una copa o un café sin necesidad de visitar ni velar a nadie, sólo por el mero hecho de saber que la cafetería está siempre abierta. Pero es también un lugar moderno, algo que ha creado las grandes ciudades porque en los pueblos pequeños aún se vela a los muertos en la casas, o la sumo en alguna casa habilitada para ello. Me trajo a la memoria la sede de Cruz Roja en Mogán, ahí es donde se vela a los finados del pueblo, donde crecen leyendas con sonidos y apariciones múltiples.
En esta novela Correa hace del tanatorio un lugar común, un lugar especial donde llorar, donde recordar y donde reír a los muertos. Porque en los tanatorios también se ríe y su obra no deja de ser una tragicomedia. La muerte siempre tendrá un precio, digo, e insisto en qué es así, y no sólo la parte económica que conlleva para una familia, sino el peso de los recuerdos, la nostalgia, el dolor… un precio que tarde o temprano todos tenemos que pagar.
Por supuesto recomiendo su lectura, con un final que al menos yo esperaba, pero que no dejará indiferente a nadie. Me alegro que vaya a la FIL de Guadalajara y lleve esta obra tan lejos, porque sin duda dejará un poquito más alto si cabe el panorama literario insular, máxime con la compañía de Santiago Gil, Guadalupe Martín, Pablo Martín Carbajal, Emilio González Déniz y Rafael José Díaz de Tenerife.
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