Ambos sabíamos que ese café era
una despedida, pero no queríamos reconocerlo… tú mantenías la mirada altiva, yo
trataba de no parecer desgraciado. Me dejabas claro que no mirarías atrás, y yo
te decía que no esperaras que fuera a buscarte, mi orgullo era más grande que
yo, lo sabías desde siempre.
Foto: Rafael Fernández Garrido |
La camarera nos puso dos corazones
de espuma y casi me dio por reír… pero era esa risa histérica del que no sabe qué
decir.
Temía que oyeras mi propio corazón,
latía muy fuerte… clavé mis uñas en el puño para no dejar salir la ira, esa
rabia que escondía desde hacía unos días cuando supe que esto se rompía.
Yo demacrado, con ojeras por las
noches sin dormir, tú preciosa, con tu maquillaje impoluto, tu elegante forma
de vestir. Y me dio por pensar que ya no estaba tu ropa en el armario, ni tu
cepillo de dientes, ni tus peines, ni tus potingues, ni tus pinzas de depilar…
de repente ya no te oía hablar… un torrente de lágrimas que caían por dentro
hacían tanto ruido… ni siquiera te vi marchar, empañaron mis ojos y ni mi
paladar reconoció el café que tanto adoro. Desde entonces tomo descafeinado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario