El viejo salón de aquel viejo café fue diseñado con gran imaginación, telas verdes empapelaban cuarterones de las paredes, aunque alguien dijo que primeramente fueron rojas y el tiempo las ajó. Mesas de hierro forjado y mármol… el frío mármol que resplandece aunque tenga mellas de golpes lejanos en el tiempo. El joven músico estaba como fuera de lugar, pero era la oportunidad que estaba deseando para poder demostrar al público su virtuoso control. Era un momento en que la algarabía era tan fuerte, que temía que nadie le oyera. En una esquina perdida se sentó ella, de mediana edad, cabellos dorados, traje discreto y zapatos de bajo tacón. Él entraba cojeando, le traía bajo el brazo los últimos poemas que escribió. El joven no se fijó, pero el bastón del viejo poeta cayó al suelo del sobresalto al oír restallar las cuerdas sobre sus dedos. Los parroquianos boquiabiertos dejaron de hablar… aquello fue mágico, la música llegaba al corazón, al alma… traspasaba la piel de unos a otros…él viejo poeta decidió que en cuanto llegara a su casa metería tijera a sus poemas y luego a la hoguera con sus letras… pues jamás superarían aquella dulce melodía que quedó anclada en su oscilante corazón. Ella se levantó a ayudarlo y sus letras perdidas volaron por el viejo café y fueron cayendo en cada mesa y al compás de la triste melodía del timple, por fin alguien lo leyó.
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