Esta pasada semana mi agenda estuvo marcada
por visitas médicas con mis padres, algo normal a estas edades y como dice mi amiga
Estela, llega un momento en la vida que una ya solo habla de hijos o padres.
Independientemente de los resultados, se me plantea la duda de qué nos espera
en el terreno sanitario. Mis padres tienen la suerte de tener acceso a la
medicina pública y a la privada, y no puedo hablar hoy por hoy mal de ninguna
de las dos. Bueno, con excepciones: la sanidad pública es fantástica, tiene
unos profesionales increíbles, un personal sanitario mínimo e indispensable, aunque
no pueda decir, ni diga lo mismo del sistema administrativo, de las listas de
espera para consulta o incluso de los despistes de las personas que atienden
detrás de una ventanilla, que en algunos casos pueden jugarle la vida a una
persona. No puedo decir lo mismo de las clínicas privadas que reservan camas
para pacientes concertados derivados de la pública, sobre todo si hablamos de
geriatría, que salvo alguna clara excepción, tratan a las personas mayores como
animales terminales, y esto lo digo con conocimiento de causa, pues me he
peleado con un par de clínicas privadas y no comprenderé jamás que no existan
inspectores que controlen esto, máxime cuando el dinero sale de las arcas
públicas. Es muy duro que una persona que ha cotizado toda su vida, que ha
trabajado duro, en circunstancias que nosotros empezaremos a vivir o ya hemos
empezado, se vea relegada a una habitación minúscula compartida con otras dos o
tres personas y que se les trate de manera muy poco digna, con mayor indignación
cuando se trata de un centro remodelado, moderno y que trata a sus pacientes
privados como oro en paño, es la gran diferencia de llegar en una ambulancia
del 112 a una privada, de llegar con un carnet de la Seguridad Social y una
tarjeta de sanidad privada.
Pero lo que quería comentar hoy es que una de
estas clínicas, que ha ido creciendo y abriendo diferentes sucursales por nuestra
ciudad, acaba de inaugurar como quien dice un centro de traumatología que de
verdad a pesar del diseño es tercermundista.
Lo primero que me chocó al llegar
es que no hay ningún espacio reservado para estacionar un coche y poder bajar a
los posibles pacientes, encima te encuentras con una acera de más de diez
centímetros, ni rebajada, ni con acceso para personas con movilidad reducida, y
estoy hablando de un centro de traumatología, no de cualquier otra especialidad
de consultas externas. Sorpresa mayor, cuando mi madre tenía cita para el
quirófano, y el quirófano no se encentra en esas dependencias, sino en la
clínica principal. Ello supone, aparcar en mitad de la calle parando la
circulación, ayudar a una señora que apenas puede moverse y que tarda en salir
del coche algo más de unos minutos, aguantar pitas, gritos, casi insultos…
tener que agarrarla con todas tus fuerzas para que suba la acera que además al
ser nueva es más alta por la falta de desgaste, entregas los papeles, te hacen
esperar y luego te mandan a la clínica.
No pude contener la risa cuando al
llegar a la ventanilla de admisión donde me indicaron y le digo a la señorita
con toda la educación del mundo y tras darle los buenos días con una gran
sonrisa que esconde el nerviosismo, que intenta disimular ante una madre que lo
único que quiere es de poder hacerlo, soltar el bastón y salir corriendo, me
dice “¿quién te dijo que me avisarás Loli?”, a lo que yo con una carcajada viva
le dije, “mira yo no sé si se llama Loli o Fefa, lo que te digo es que me han
mandado de allí a aquí y mi madre está ahí sentada esperando para ir a quirófano”.
La suerte es que el quirófano no era para una intervención mayor, no requería
ingreso ni mucho menos, solo unas filtraciones muy dolorosas y novedosas (infiltraciones
en patologías articulares y óseas en las que la terapia celular ha demostrado
su efecto y cuyo cuadro médico es indiscutible), que hacen con la propia sangre
del paciente y que renueva las células para evitar en la medida de lo posible
que una señora de su edad, con mil patologías más, pero que son menos dolorosas
tenga que sufrir una operación de envergadura con prótesis. Mi indignación no
terminó ahí… vino a buscarla un celador, que de paso llevaba a otro paciente…
pasillos inestables con altibajos que llevan hasta las salas preoperatorias… mi
madre, su bastón, su incapacidad y yo pasillo adelante detrás de un señor que
además se molesta porque no seguimos su ritmo y nos deja solas y nos grita… “sigan
todo al fondo a la derecha”… y me quedo mirando las cuatro sillas de rueda que
hay acumuladas en el pasillo y le digo a mi madre que no lo entiendo. Supongo
que mi tono de voz, y mi cabreo fue escuchado por los médicos y sanitarios que
estaban cerca, porque el trato a partir de ahí fue extraordinario, y por
supuesto cuando salió la llevaron hasta la misma puerta de la calle en silla de
ruedas, aunque tuvimos que volver a parar el tráfico para que subiera despacio
en la medida de sus posibilidades al vehículo.
Si la sanidad privada que nos espera es así,
me temo que debemos ir preparando cheques en blanco para pagar abogados, llenar
líneas de quejas y quejas y hacer circular estas cosas para que a lo mejor
entre todos consigamos que la atención sanitaria no dependa del color de la
tarjeta, ni del color del dinero, ni del fondo de garganta que una tenga o los
recursos literarios para contarlo…
No hay comentarios:
Publicar un comentario