En 1990, las cosas cambiaron muy
rápido para Rumania, el retorno a la democracia y la transición hacia la
economía de mercado bajo la administración de Iliescu, pusieron el país boca
arriba. Con la transición se sucedieron enfrentamientos con los gitanos,
alemanes y húngaros, éstos últimos se agruparon en la Unión Democrática Magiar
de Rumania para hacer frente común en sus reclamaciones étnicas amenazando la
coexistencia y la paz del país. Se dio un gran éxodo del campo a la ciudad, en
busca de nuevas oportunidades que no alcanzaban a todos.
En marzo de 2004, junto a
Bulgaria, Eslovaquia, Eslovenia, Lituania, Letonia y Estonia, se convirtió en
miembro de la OTAN. Su posición estratégica y sus bases navales y aéreas en el
Mar Negro, además de su apoyo a EE.UU. en la Guerra de Irak, hacían al país
atractivo para la alianza.
En abril de 2005, Rumania firmó
su tratado de ingreso con la UE. La mayoría de la población consideraba, según
encuestas, que los beneficios derivados del ingreso superarían las desventajas.
En mayo de 2006 la Comisión Europea condicionó a mayores reformas, sobre todo
en el terreno judicial y en la lucha contra la corrupción, el ingreso de
Rumania a la UE el 1 de enero de 2007.
Hasta entonces, muchas personas
decidieron emigrar hacía otros países europeos con la esperanza de que su
entrada les facilitara la regularización. Así fue como ella, junto a su marido
y otras miles de personas decidieron dejarlo todo y buscar el sueño europeo.
Vinieron a España, y como no, recalaron en las Islas Canarias. No tenían ni
idea del idioma, apenas conocían las islas pero lo que les importaba era
encontrar trabajo y mandar dinero a sus hijos pequeños, mantenerles hasta que
les pudieran traer con ellos. Su marido no aceptó muy bien el cambio, los
inconvenientes de la nueva cultura, la dificultad idiomática y la desesperación
de no encontrar con tanta facilidad como esperaban el trabajo que les hiciera
ganar dinero. Ella se puso enseguida a cuidar niños, limpiar casas... era la
que ganaba dinero y eso provocó un cambio en la actitud de su marido. La
explotaba, le quitaba todo cuanto ganaba y
a veces ni siquiera le dejaba mandar dinero a sus hijos. Esto la obligó
a hacer trabajos extras a escondidas y reventarse a trabajar como una mula de
sol a sol. El bebía y le pegaba, pero ella se consolaba pensando que cuando
encontrara trabajo y saliera de casa iba
a volver a ser el hombre que fue... mientras él iba aprendiendo día a día español, ella apenas tenía tiempo. Un
día hicieron una redada en las calles y detuvieron a su marido, le dieron la
orden de expulsión y lo repatriaron, quedándose sola en Las Palmas. Sin idioma
y sin marido, sintió una doble sensación, por un lado, la de la soledad, el
desamparo y por otro el de la libertad de poder trabajar y manejar su dinero
sin recibir más palizas y aguantar borracheras. Las circunstancias le cambiaron
tanto, que buscó una nueva casa donde vivir. Era una casona vieja en un barrio
alejado de la ciudad y lo compartía con otros inmigrantes.
Enseguida hicieron migas, como es normal entre personas que viven en una situación similar que se prestan ayuda mutuamente. Habitaban en la casona un venezolano con el que se entendía muy bien, una chica colombiana, a la que el destino hizo que se unieran más por su condición femenina, un árabe y otro colombiano. Con éste tuvieron problemas, porque se paseaba casi desnudo por las zonas comunes, y siempre andaba buscando a las chicas... de hecho una noche el venezolano tuvo que intervenir porque intentó sobrepasarse con ellas, quienes se encerraban aterradas en sus habitaciones. Colombiano y venezolano se enfrentaron por este hecho y la verdad es que la convivencia se les complicó bastante. La chica rumana se quejaba mucho de dolores en la espalda, pero lo achacaba a las palizas de su marido y al duro trabajo del servicio doméstico. Trabajaba en varias casas y no en todas la trataban igual. Seguía sin hablar mucho español, pero se entendía con los compañeros de piso. Una noche los dolores en el hombro eran tan fuertes que llamó a su compañero de piso venezolano para que la llevase al hospital. Por supuesto él la llevó, que aunque la vida le sonreía un poco más porque estaba a punto de arreglar sus papeles y poder traer a su mujer e hija de Caracas, había pasado más de un año muy duro, pasando hambre y penurias como para no solidarizarse con alguien que ahora estaba en peores condiciones que él. En el hospital dijeron que la iban a dejar ingresada unos días para hacerle pruebas. Claro no podía ir a trabajar mientras estaba hospitalizada y sin contrato, seguro que la sustituían enseguida. Tan sólo una señora con la que trabajaba se compadeció de ella y le dijo que no se preocupara, que se las apañarían unos días sin su servicio y que cuando estuviera bien volviera por allí.
Enseguida hicieron migas, como es normal entre personas que viven en una situación similar que se prestan ayuda mutuamente. Habitaban en la casona un venezolano con el que se entendía muy bien, una chica colombiana, a la que el destino hizo que se unieran más por su condición femenina, un árabe y otro colombiano. Con éste tuvieron problemas, porque se paseaba casi desnudo por las zonas comunes, y siempre andaba buscando a las chicas... de hecho una noche el venezolano tuvo que intervenir porque intentó sobrepasarse con ellas, quienes se encerraban aterradas en sus habitaciones. Colombiano y venezolano se enfrentaron por este hecho y la verdad es que la convivencia se les complicó bastante. La chica rumana se quejaba mucho de dolores en la espalda, pero lo achacaba a las palizas de su marido y al duro trabajo del servicio doméstico. Trabajaba en varias casas y no en todas la trataban igual. Seguía sin hablar mucho español, pero se entendía con los compañeros de piso. Una noche los dolores en el hombro eran tan fuertes que llamó a su compañero de piso venezolano para que la llevase al hospital. Por supuesto él la llevó, que aunque la vida le sonreía un poco más porque estaba a punto de arreglar sus papeles y poder traer a su mujer e hija de Caracas, había pasado más de un año muy duro, pasando hambre y penurias como para no solidarizarse con alguien que ahora estaba en peores condiciones que él. En el hospital dijeron que la iban a dejar ingresada unos días para hacerle pruebas. Claro no podía ir a trabajar mientras estaba hospitalizada y sin contrato, seguro que la sustituían enseguida. Tan sólo una señora con la que trabajaba se compadeció de ella y le dijo que no se preocupara, que se las apañarían unos días sin su servicio y que cuando estuviera bien volviera por allí.
Le dieron el alta pero debía
volver al cabo de unos días a buscar los resultados de las pruebas. No debía
trabajar pero sin trabajo no podría mandar dinero a sus hijos, así que retomó
sus quehaceres y tomaba calmantes para los dolores.
Cuando fue a buscar los resultados
y dada su dificultad lingüística, no entendió más que debía ingresar en el
hospital para ser operada. A la hora de la cena sacó los papeles a su amigo
venezolano para que le explicase qué tenía. El recibió uno de los perores
batacazos de su vida, el resultado era terrible, tenía un tumor maligno y por
eso debían operarla cuanto antes. Se armó de valor y se lo explicó como pudo.
Ella sin decir nada, siguió trabajando hasta el día de la operación. Sus
compañeros de piso la oían llorar por las noches, trataban de consolarla y le
dijeron que si no quería avisar al marido u otro familiar que viniera con ella
o si quería irse a su país. Ella decía que no, que de su marido ni sabía, ni
quería saber nada y tampoco iba a preocupar a sus padres e hijos, que bastante
mal lo pasaban ellos. Si les pedió que en caso de morir que los avisara.
Ingresó en la fecha prevista y cuando despertó, vio que le faltaba el brazo
derecho. Nadie le explicó que le iban a amputar un brazo... ¿cómo iba a
trabajar ahora, quién iba a contratar a una inmigrante irregular, sin idioma y
encima tullida? Sufrió en silencio toda su depresión y sus compañeros de piso
intentaron animarla, pero tenían que salir a trabajar. Su amigo venezolano, le
hacía las curas, la acompañaba a quimio cuando su trabajo se lo permitía y
aunque estaba a punto de alquilar una vivienda para él solo y traer a su
familia, decidió quedarse un tiempo hasta que estuviera mejor. La Cruz Roja le
llevaba comida todos los días y cuando estuvo mejor, Cáritas le pagó un billete
para ir a visitar a su familia e hijos. Pero volvió, no quiso quedarse allá, se
dijo a sí misma que algo tendría que hacer. Salió de su depresión, aprendió
español y la señora que le dijo esperaría a que se recuperase, le pidió que
fuera a vivir con su madre, porque vivía sola y más que nada necesitaba
compañía. Se mudó de casa, se fue a vivir con la que hoy es su gran amiga, a
quién como a ella han detectado un cáncer y ninguna sabe cuánto tiempo vivirá,
pero el que les queda lo pasan juntas, hablan de sus hijos, ven la tele, salen
a pasear y a ella se la puede ver a veces desde la calle limpiando los
cristales con su mano izquierda.
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