miércoles, 25 de septiembre de 2013

No sé si estoy viva o muerta


Desde niña aprendí a disparar. Crecí entre policías y ladrones. Mi padre nos enseñó a todos desde chicos a usar el arma, sabíamos dónde guardaba la suya, aprendimos a respetarla, a limpiarla… nunca tuve miedo de cogerla en mis manos y mucho menos del ruido que hace al ser detonada. Siempre supe que un mal uso de ella podría acabar con la vida de una persona, pero lo que nunca supe hasta hoy es que usarla permitiría la vida de otros seres humanos.
No sé si estoy viva o muerta, pero lo que sí sé es que él no volverá a pegarme, no podrá levantar la mano a nuestros hijos y eso, en caso de estar viva, compensará el calvario que tendré que pasar entre juicios y abogados para demostrar que ha sido en defensa personal. No voy a justificar lo que he hecho, pero si estoy viva, si esta fría sala, esta dura cama donde estoy no es la del anatómico forense sino la de un hospital y las voces que oigo y los ruidos de máquinas son de quienes luchan porque siga en este mundo, entonces es que ha valido la pena. Tendré la oportunidad de disfrutar del tiempo que me quede sabiendo que mis hijos crecerán felices y ruego al cielo que puedan olvidar, rehacer sus vidas y sobre todo que no vivan el infierno que he vivido yo.
Conocí a Ramón apenas con 18 años, vestía su uniforme, su acento peninsular, su pelo engominado… Mis padres no querían que me casara tan joven, pero él se iba destinado a Cantabria y no podía separarme de él. Era una niña metida en un cuartel con un hombre al que casi no conocía y que era 9 años mayor, estaba lejos de casa, de mis padres, hermanos, amigas… una niña que fue madre antes de los 20 años. Entonces sus celos no iban más allá de algunos gritos e improperios, quizá porque al vivir tan cerca de otros compañeros se cuidaba muy mucho de levantarme la mano. Pero en cuanto nos mudamos, nos fuimos a vivir a un pueblecito a las afueras de Madrid, su nuevo destino, empezó el delirio. Las palizas eran a diario, no me dejaba casi salir de casa y ni qué contar cuando me quedé embarazada del niño, dudaba que fuera suyo, y fue entonces cuando me dio una paliza que casi lo pierdo. Dijimos a todos que me había caído por un pequeño terraplén cerca de la casa. Mireia tenía 4 años y no entendía nada, mis padres vivían lejos, no quería además preocuparlos. Cuando nació Ramón, las vejaciones, violaciones continuadas, el rechazo a los niños empezaron a ser el pan nuestro de cada día. Soportaba todo con estoica melancolía, pero cuando nació Loreto, con una malformación que posiblemente se debiera a las palizas recibidas durante el embarazo, cogí a  los tres niños y me fui de casa. Mis padres no lo entendían, al principio se opusieron y no me creían… regresé con él. Las amenazas y borracheras eran constantes, pero estaba tan enamorada como el primer día, cuando le veía con el uniforme y esas canas que ya empezaban a salir… estaba tan guapo que me decía que lo que le pasaba era el estrés del trabajo, la inseguridad de que yo fuera menor que él… ser policía, estar en contacto con esa parte tan dura de la sociedad… le excusaba por todo. Mireia tenía 10 años cuando le dio su primer bofetón, a Ramón le martirizaba amenazándole con meterle en un centro de menores, además de burlarse de él, llamarle maricón porque estaba siempre pegado a mis faldas… a Loreto, a Loreto ni la miraba, la trataba como quien trata a un animal.


No puedo, ni quiero ahora pensar por todo lo que hemos pasado. Pero a pesar del duro camino encontré una asociación de mujeres víctimas de violencia machista que creyó en mí, sus abogados, psicólogas, trabajadoras sociales, educadoras, compañeras de fatiga, pusieron luz en mi peregrinar y logré recoger a mis niños, trabajar limpiando casas, porque claro, al casarme no me dejó seguir estudiando, me anuló totalmente como persona. Ahora me estaba preparando como secretaria de dirección, en una de las mejores escuelas, con el esfuerzo físico del trabajo, la atención de los niños… Ahora había descubierto los secretos de mis hijos, Mireia y Ramón sufrían en silencio vejaciones, habían sufrido acoso y malos tratos psicológicos sin darme cuenta. Loreto había sido rechazada, incluso le había partido un brazo una vez que me dijeron que se había caído. Ahora aparece en mi casa, me vuelve a amenazar con quitarme los niños, me somete, me viola, me da una paliza descomunal… No sé cómo me he arrastrado hasta la silla donde dejó el arma, no lo sé y juraré ante a Dios y la Justicia que no lo recuerdo, herida, sangrando, con un tenedor clavado en los riñones, solo oigo en mi mente como salían de mi boca aquellas palabras “¡ya no te tengo miedo! ¡Maldito hijo de puta!” y disparé, disparé mientras Loreto le mordía y la soltaba de entre sus brazos, herida, llena de lágrimas, mojada porque por última vez se haría pis encima.

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